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miércoles, 1 de abril de 2009

AC/DC desbordó a 18.000 seguidores con un repertorio repleto de clásicos

Brian Johnson, líder de AC/DC, durante el concierto
Brian Johnson, líder de AC/DC, durante el concierto- EFE

No se lo pierda si es seguidor de AC/DC. Ni se le ocurra acercarse a los conciertos del grupo australiano en caso contrario, porque AC/DC son lo que son y lo son desde tiempo inmemorial. En eso siguen, y ayer, en un Palau Sant Jordi desbocado, horadado por cien mil patadas, y con sus vidrios temblorosos por el griterío reinante, una de las bandas más tarugas del planeta cosechó un éxito implacable atendiendo a su fórmula inmutable. El público catalán, famoso por su escepticismo distante, pareció un ejército de histriones con los biorritmos a tope, y entregado hasta el bramido disfrutó con esa verdad como un puño llamada AC/DC.

Sin misterios, que al fin y a la postre sólo generan equívocos y dolores de cabeza y para provocarlos ya cuentan con el berrido de Brian Johnson, que no es moco de pavo. Así que al grano: Rock and roll train y Hell ain't a bad place to be de saque luego de un corto de animación medio porno y de que en escena irrumpiese una locomotora. Entre la primera y la segunda canción "sólo" treinta y un años de distancia que no parecieron existir dada la exacta aplicación del mismo minimalismo zoquete que ha hecho de AC/DC uno de los grupos de rock duro más famosos de la historia. Nada de heavy, rock zopenco y cuadrado para solaz del personal, ladrillazos certeros de complicada simplicidad. Lo suyo desde los setenta.

Entre el estruendo del personal las canciones fueron cayendo como pedradas sobre una plancha de metal: Back in black, Big Jack, Dirty deeds done dirt cheap, Shot down in flames, Thunderstruck y Black ice de una tacada y sin apenas respiro. El recinto sacudido por miles de brazos golpeando el aire. Recuerdo al blues trotón con The jack, que entre otras cosas sirvió para que Angus Young, que cumplía 54 años ayer, se marcase un strip tease que por fortuna no llegó a mayores. Cuando el público aún bramaba, las campanas de Hells bells dejaron a los cañones de Navarone a la altura de la trompeta de Chet Baker. Locura general en el estribillo, olor a "costo" en el ambiente, cervezas derramadas, manos rascando el tejano como si fuese una Gibson, cuernos rojos en la testa. Certezas. Asuntos muy machotes.

Y la misma simplicidad para la escenografía. Luces en bóveda de cañón sobre el escenario, un provocador para pasearse en los momentos precisos, muralla de amplificadores y un despliegue de luz poco imaginativo aunque suficiente para lo que se requería. Sonido correcto y volumen, claro está, nobleza obliga, ensordecedor. Con los clásicos marcando pauta, el concierto avanzó con la sutileza de un tractor hacia el paroxismo: Shoot to thrill, You shook me all night long, Whole lotta Rosie, y de bises Highway to hell y For those about to rock. Chorreo de clásicos. Casi dos horas de rock coriáceo. Vuelven en verano. El público no les fallará. Ellos tampoco.

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